La ciudad antigua de Dali, como todas las ciudades de la China antigua, estaba totalmente rodeada por una muralla, y aunque gran parte de la misma ha desaparecido, todavía el perímetro de la muralla supone una división clara en las calles del interior, protegidas de la llegada de una modernidad a veces un poco caótica, y las del exterior.

La muralla fue construida durante la dinastía Ming, en el año 1382, poco después de la expulsión de los mongoles de la ciudad y tras la pacificación del noroeste de Yunnan. Tiene 7,5 metros de altura, y 6 de anchura, rodeando un área de 36 km2. Cuenta con cuatro puertas, abiertas a los 4 puntos cardinales, habiéndose conservado y restaurado en mayor medida los fragmentos de muralla cercanos a la puerta del norte y a la del sur.

Entre los turistas chinos la muralla es muy famosa por ser el lugar donde se desarrolla una popular historia de ficción llamada “Los Ocho episodios del Dragón Celestial”, del escritor Juyong.

Para la mayoría de los viajeros extranjeros, la muralla es el lugar donde poner punto final a sus deambulares por la ciudad antigua, donde dar la marcha atrás para seguir explorando los lugares interesantes de la ciudad.

La puerta sur es la más importante en la actualidad, se eleva sobre la muralla con un edificio de tres pisos de acabado chino, con sus paredes laterales adornadas con linternas rojas.

A mí me gusta llegar a la puerta sur a última hora de la tarde, justo al anochecer, a esa “hora mágica” que llaman los fotógrafos, y ver como la creciente oscuridad va proporcionando más y más protagonismo a una puerta siempre bellamente iluminada. A esa hora, cuando se puede subir a la muralla, que no siempre se puede hacer, uno se encuentra una algunos viajeros tranquilos, o damas locales posando para fotógrafos profesionales.

Y si uno se asoma hacia la calle, y mira en la dirección a la ciudad antigua, descubrirá como las casas de la calle principal se van sumiendo en la oscuridad, quedando iluminada solo la calle principal, la calle Fuxing siempre llena de personas. Como una gigantesca arteria vital que atravesando la ciudad fuera llenando de vida sus hoteles, restaurantes y comercios.

Desde allí arriba, lejos del mundanal ruido, y a la vez tan cerca de todo, con las montañas a la izquierda perdiéndose hacia el infinito y el lago a la derecha, uno siente que el viaje a Dali ha merecido la pena, que la ciudad es uno de esos lugares donde las experiencias están esperando a ser vívidas, a  ser disfrutadas por los viajeros.  Y algunos, sin saber muy bien cómo expresar esas sensaciones disparan algunas fotos aquí y allá con la esperanza de que, al volver a casa, alguna de ellas les haga revivir, siquiera por unos minutos, la magia de Dali.

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